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  • Foto del escritorSantiago Usuga

Tome pues, parce

Una niña patina entre las personas; un niño corre de aquí para allá; un joven hace break dance, otro practica trucos en su patineta, otro hace malabares, otro compra una cerveza, otro rapea, otro fuma marihuana, otro charla con su pareja y otro ríe con amigos; un señor espera a alguien; una señora critica los actos de los demás; un anciano observa las mujeres; un habitante de calle consume en un rincón; un trabajador social reparte comida a los habitantes de calle que allí se hospedan; un policía requisa a quien está solo; y un perro alza su pata. Todo, pero con una multitud de personas que comparten los mismos hábitos, ocurre en el Obrero la primera noche de viernes, y de sábado, después de la finalización de la cuarentena causada por la covid-19. Personas que, como aves recién escapadas de una jaula en la cual estaban cautivas, vuelven a ese lugar donde pueden abrir sus alas para volar libremente.


Don Diego


Obrero, el icónico Obrero, no es más que la denominación que le dan los ciudadanos a dos parques: Obrero y Brasil. Con su remodelación, hace casi un lustro de años, pasaron a ser considerados como uno por los ciudadanos. Se ubican a dos cuadras del parque principal de Itagüí, la ciudad de la industria y el comercio, y allí se encuentra la Fundación Diego Echavarría Misas, Centro Cultural y Educativo.


Don Diego, el filántropo itagüiseño que, pese a ser asesinado, sigue siendo inmortal gracias a escenarios artísticos y culturales. Entre ellos, el Museo El Castillo, en el Poblado, donde residió con su familia hasta 1971. Ese año fue secuestrado y hallado sin vida. Una realidad propia de Medellín y de Colombia en general. Doña Dita, su esposa, donó aquel lugar de pasillos, salones, bibliotecas, esculturas, pinturas y jardines; aquel lugar mágico donde vivió alguna vez una de las familias más recordadas en el sur del Valle de Aburrá. La memoria de Don Diego habita, también, en ese parque donde los obreros, quienes fueron uno de los sujetos de su beneficencia, se reúnen nuevamente después de más de cinco meses sin gozar de la esencia del lugar.


De allí y de acá


Transitar allí es reconocer los límites al pasar de una calle a otra. A pesar de que los dos son muy similares, en uno de ellos se reduce brevemente la libertad; aunque haya espacios más amplios. Se trata del Brasil: el parque más parque. Un sitio para las familias, las parejas, los señores pensionados que debaten acerca de un tema, los grupos de amigos que hacen deporte o se sientan a comer, los amos y sus mascotas… En sí, un sitio para aquellos a quienes no les interesa la pola, el humo y los sones entremezclados.


Por su parte, el Obrero es un parque con espacios más reducidos; pero con libertad más amplia. Allí se congregan los artistas que obtienen inspiración en un trago; los jóvenes que se toman un “Pilsenón” o un “Aguilón”; los amigos que comparten un porro o un cigarrillo; los señores con su música de radio y su media de guaro entre el bóxer y el pantalón, quienes parecen ser emblemas de cada parque de Medellín; los docentes celebrando el fin de una semana en la taberna La Bodeguita del Medio; y quienes se sientan allí a disfrutar, desde su sobriedad, de los espectáculos ofrecidos por los embriagados y los enajenados. Un lugar para aquellos que, como todo obrero, espera el viernes, y el sábado, para olvidarse de la monotonía semanal.


Quienes prefieren el Brasil deambulan entre los que optan por el Obrero y viceversa: es común ver personas de allí acá y de acá allá. Mas los visitantes no es la única característica que comparten los parques; en cada uno de estos, casi centrada, hay una escultura alrededor de la cual se construye todo el entramado cultural. En el primero está El flautista del escultor antioqueño Rodrigo Arenas Betancourt, “un realista más allá del tiempo”, como lo describen en la placa de color negro que hay debajo de la obra. En la escultura se ve a un hombre y a una mujer danzantes con la desnudez del cuerpo: nada más que la del alma misma. En realidad, no hay flauta; pero el varón posiciona sus manos como si palpable existiera y, con su mirada al cielo, siente gozar junto con la fémina del Lamento boliviano que es escuchado, además, por aquellos sujetos embelesados que los rodean.


En el otro extremo, el monumento Al obrero. Un hombre que —junto a un yunque, un mazo y unas tenazas— fue tallado por el artista Óscar Montoya, convirtiéndose la obra en símbolo de la lucha industrial. Los demás obreros tertulian y beben un trago. Mientras tanto, él sigue cumpliendo con su eterna jornada laboral, ¡no vaya a hacer que lo echen! Mucho tiempo ha dedicado a su trabajo: desde 1940, manifiesta a través de un letrero descriptivo; pues no le gusta que interrumpan su labor. Ese mismo año fue inaugurado el parque, que no es el único obrero; porque, entre otros, también está el parque del Obrero en Los Ángeles, Medellín. Reciben esta denominación al estar en zonas que fueron habitadas por trabajadores, quienes aprovechaban esos espacios para movilizarse, congregarse y exigir renovaciones laborales.


El fin de la ausencia


La cuarentena acechaba al mundo desde que el virus brotó en China en diciembre de 2019; pero, fue a finales de marzo cuando los colombianos se redujeron a vivir virtualmente y a olvidarse de toda actividad por fuera de casa. Una nueva realidad se gestaba para el parque y para todos: alcohol, antiséptico esta vez; gel antibacterial; distanciamiento; y tapabocas, aquellos molestos accesorios que nublan los lentes y aumentan el tamaño de las orejas. Para quienes recurrían al Obrero cada fin de semana, toda idea de vivir esta experiencia con prontitud se había esfumado… pero, la espera terminó. El viernes 5 y el sábado 6 de septiembre, el parque tendría la oportunidad de recobrar su esencia. Sin embargo, ¿sería capaz de lograrlo?


La apertura empezó el martes 1 de septiembre; pero, realmente, en semana el Obrero nunca llegaba a su auge, ni siquiera cuando en nuestro vocabulario cotidiano la palabra cuarentena era inexistente. Por eso aquí me encuentro, en viernes. Todas las mesas correspondientes a cafés, bares y tabernas del lugar están llenas; las bancas de concreto esperan algunas personas de más. Y, como era común hace cinco meses, también hay algunos jóvenes que prefieren sentarse en el suelo. Yo estoy sentado en una de esas bancas —muy incómodas, por cierto—. Son de esas que te obligan a pararte cada cierto tiempo, a dejar de mirar a tus acompañantes de lado para mirarlos frente a frente, a moverte un poco para dejar de sentir que te talló y a volver a sentarte. La banca tiene tatuada la cara de un joven con aretes, pelo largo, ojos apagados, gorra y dos cigarrillos en su boca. Un poco separada, pero haciendo parte del mismo tatuaje, hay una patineta. Probablemente, su tatuador es clandestino. Un tatuador que llena de formas, a veces indescifrables dada su rapidez y ausencia de observadores, las distintas estructuras del parque.


Después de sentarme y observar un poco caminaré en busca de alguien. Alguien que me cuente qué se siente volver.

Extrañé el parque


—Frecuentaba siempre el parque Obrero cada ocho días, porque este es un espacio de transformación cultural donde se encuentran personas de todas las clases sociales. Durante la cuarentena se vio muy lleno de habitantes de calle, porque acá les daban almuerzo. Dormían aquí todos los días, aunque la policía les pidiera que se fueran —me comenta Iván Darío Restrepo, docente de una de las instituciones educativas del municipio que disfruta de la noche en ese “corredor cultural”, como él mismo lo llama.


Hoy, en el parque, no hay policías; solo algunos de ellos cruzan de corrido en sus motos. Pero, sí hay algunos habitantes de calle. Su presencia no incomoda; pues tienen, incluso, su propio sitio: la zona de en medio del extremo derecho en el Brasil. Sus acciones no difieren mucho de las de los demás. Charlan mientras ingieren alcohol etílico o inhalan un olor atrapado en un tarro con pegante. Todos estamos en el mismo parque, bajo la misma luna y las mismas estrellas; aunque para unos este sea su primer hogar y para otros el segundo.


—El parque le permite a la gente armar sus parches, tomar lo que quieren y consumir otras sustancias. Existe la percepción de que es una zona de tolerancia, porque la policía no interviene. Eso, de cierta manera, es el sentir de mucha gente; es lo que hace que sientan nostalgia y sigan viniendo. Extrañé el parque —afirmaba mientras un miembro de su combo lo hacía tomar un trago de aguardiente antioqueño—. Este es el sitio de reunión con ellos; así no tomáramos siempre veníamos a jugar cartas o parqués, a hablar, a ver un partido, a hacer cualquier cosa —saca un cigarrillo del bolsillo de su camisa, lo prende y se lo pasa a un parcero—. La nueva realidad nos hizo sentir que el parque hace parte del imaginario cultural de quienes somos de Itagüí —sostiene Weilmar Gil, un joven que esta noche ha venido a compartir con sus amigos.


Hoy todos son felices, pues han vuelto a aquel lugar donde realizan encuentros fortuitos y peculiares. Ya nadie planea; porque, para la mayoría, ya es costumbre venir aquí. Pese a eso, el Obrero no deja de ser inusual.


Esta primera noche en este lugar, para mí, termina a esta hora, las 8pm; pero, seguramente, los demás continuarán aquí durante algunas horas más. Mañana vendré de nuevo con amigos. Las experiencias más enriquecedoras se viven así: en compañía.


Pelea de amigos


El Obrero está rodeado por ferreterías, mueblerías, uno que otro restaurante y algunos edificios. Sin embargo, el camino por donde voy con mis amigos es el de las barberías. Se ubican una tras otra una cuadra antes de llegar, con sus letreros brillantes, sus colores rojos y azules, sus ventanales de vidrio y su interior lleno de grafitis.


Llegamos al parque. Hoy hay más personas, más humo y más botellas de cerveza vacías en el suelo. Tomamos asiento y empezamos a charlar. Entre papas fritas y polas observamos los señores que inhalan perico en la acera de en frente, el chico que se cae en su patineta, los jóvenes que pasan con un estilo excéntrico, la mujer bonita que camina de gancho con su amigo homosexual… Así se nos pasan las horas: observando, charlando, comiendo y tomando.


Son casi las once, mis amigos están a punto de irse porque tienen otros compromisos. Yo estoy parado frente a ellos y escucho un estruendo detrás de mí. Giro de inmediato y hay un hombre de unos cuarenta años en el suelo. Su mentón sangra y él se queja con movimientos y alaridos. Algunas personas lo rodean y le dicen que se quede quieto, pues se golpeó fuertemente contra el pavimento. Otro hombre grita con preocupación cosas inaudibles, al parecer lo conoce. Una mujer pelirroja se pone de rodillas y le toma el pulso al hombre, quien está inmóvil en la orilla de la calle. Entre cuatro personas lo levantan, dos lo cogen de los brazos y dos de las piernas. Otro individuo abre la puerta de un taxi que está en la otra orilla. Cuando logran introducirlo cierran la puerta y el carro arranca, seguramente, en dirección al hospital más cercano: el San Rafael.


Ya nadie está cerca. Mis amigos empiezan a hablar de lo ocurrido. El hombre corría detrás de aquel que, después del accidente, gritaba con preocupación. Quería golpearlo; pero, al momento de lanzarse hacia él con su mano empuñada, se deslizó con una de las hojas húmedas que caen de los árboles. Los dos hombres parecían ser amigos. La desesperación y la preocupación de aquel que no pudo ser alcanzado por el puño lo demuestran, además de que subió al taxi con aquel que terminó en el frígido concreto de las calles del Obrero.


—Aquí no hay peleas. Las peleas que hay son de un par de amigos que, seguro, después ya están reconciliados —me decía Weilmar ayer sin saber que sus palabras, hoy, me demostrarían que el Obrero, tras largos días y noches solitarios, seguía siendo el lugar de aquellos sujetos extenuados que acuden aquí para vivir con dicha y goce sus fines de semana. Sujetos que, con una copita aguardientera llena, miran a su alrededor y elevan su voz diciendo: “tome pues, parce

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